El sueño de Pena

Los inicios del arte de Fernando Peña son estrictamente literarios. Un productor y conductor de radio -Lalo Mir- lo oyó diciendo divertidas ridiculeces por el altavoz de un avión (su carácter de azafato se lo permitía). En el vuelo Lalo Mir conoció a Peña, y en la tierra lo llevó a trabajar a la radio. Un inicio fantástico para un personaje que deberíamos tomar como tal, fantástico, ficcional, estilístico o literario. Y entonces podríamos hablar de sus grandes contribuciones a la actuación, a la locución, al ser rebelde de la televisión y los medios masivos, al freak público y querible. Y podríamos estudiarlo en alguna escuela, podríamos aprender su técnica.
Pero no podemos hablar sólo de eso; como decía Rama, permanecemos arraigados a nuestra historia. Y a Peña no habría de gustarle mucho la historia...
Al velar un cuerpo muerto en la Legislatura Porteña, la sociedad le reconoce algo. A Peña se lo intenta incluir en el sistema de la cultura. ¿Por qué? ¿Por qué se quiere al libre artista Peña, que puede decir cualquier cosa en una sociedad con garantías y libertades, dentro de la cultura oficial?
Peña fue una persona racista y muy de derecha. Insultó a marxistas por ser marxistas, a orientales por amarillos, a negros por negros y a pobres por pobres, entre otras atrocidades. La media porteña que se decide entre Prat-Gay y Michetti, alegre. Por fin alguien dice lo que ellos callan pero les encantaría gritar.
Pero Peña fue también un embajador de cultura gay, ícono y promotor inconsciente de la aceptación de la homosexualidad y el travestismo, del HIV y del borderline para los mismos porteños hartos e irritados que en este aspecto se hicieron más tolerantes.
Que un sector de la cultura gay actúe de modo corporativo y defienda a Peña sin importar las consecuencias es previsible. Que la derecha hable de su obra y su legado imponiendo subrepticiamente un modo de pensar despreciable, también es esperable.
Pero hay quienes no queremos inmortalizar a nuestros verdugos, no queremos dejar pasar el contrabando ideológico sólo para defender la excelsa obra de arte, como si la vida, como si la historia fuera pura narratología.

El teatro debe atacar a la realidad

“El teatro debe atacar a la realidad” decía Bartís en una conversación en el Sportivo Teatral. Habla de una necesidad histórica, humana. La verosimilitud de lo real ya no está puesta en cuestión. “La realidad está poseída”, sus procedimientos, invenciones, roles y funcionalidades son hegemónicas en el imaginario y en la percepción. Este es el problema en que se encuentra varado el teatro, el arte, el ritual. La caída del entendimiento representativo, es decir, el desengaño continuo de nuestra época, jaquea la transformación de la percepción. Ya no hay nada que nos convenza más que otra cosa, todo da igual, todo se equipara en su procedimiento creador de imágenes, en su obscena explicitación de su funcionalidad social y de poder. Y por ello la individuación es cada vez más profunda, la puesta en cuestión de toda imagen no por su concepción sino desde su mismo carácter imaginario.

La autorreferencialidad y la deconstrucción del contexto son el camino sin salida para los mecanismos de percepción. Nada sobrevive al filtro del ser imaginario, el ser se ha detenido. Aquello que se pretende como real, no lo es. Y para lo que no se pretende como real, ya no hay lugar.

Debemos completar el desfasaje producido. Hay que abandonar la pretensión imaginaria del teatro. Hay que borrar de él todo lo que no dé el carácter de estricta realidad.

Así como el teatro fue el fundamento creador y difusor de los mitos que hoy encontramos en la vida cotidiana, así debe corromperse y corromperlos. Hay que ser más real que la realidad misma, ocupar su lugar.